MaraNalón, 42 km de naturaleza (7 de Junio de 2009)

Recuerdo que en los tiempos en los que me calzaba unas zapatillas y me ponía a trotar había siempre una pregunta que acompañaba mis pasos: ¿correr para competir o correr para disfrutar? Había leído algunos libros educativos, tales como “correr en solitario”, “Correr para ser feliz” o “Correr para estar sanos”, pero, en todo caso, el latiguillo dulce de la competición me aguijoneaba de cuando en cuando.
Sabía, como es lógico, que estos mismos chispazos de duda arañaban también a otros corredores con los que formaba grupo durante los entrenamientos. De una manera más o menos disimulada todos nos deslizábamos en ocasiones por esa pendiente peligrosa, sabedores de que no había respuestas mágicas, y de que si cada uno de nosotros tenía la suya, en todo caso sólo le concernía a el y a sus propias circunstancias.
Que el deporte fuera “la adoración del cuerpo”, según Papini, o un modo de “enfrentase al peligro, en lugar de regirlo”, como dejó dicho Ortega y Gasset, no era, a fin de cuentas, más que un modo literario de hacer ejercicio, una imagen poética en la que nos enfundábamos el chándal, pero que no servía para liberarnos de nuestras dudas, suponiendo que eso fuera posible.
Cuando terminé mi primera carrera de Maratón, volví a hacerme la misma pregunta. Y fue entonces cuando me di cuenta de que las discusiones sobre el sexo de los ángeles eran más frecuentes de lo que podía parecer. Con el ánimo exultante de gozo y con los huesos crujiéndome a cada paso, con esa felicidad que sólo se tienen en momentos excepcionales y con ese cansancio que sólo se alberga cuando parece que hemos dado la vuelta al mundo, y no en ochenta días, precisamente, me di cuenta de que en cierta manera albergaba dentro de mi al misterio de la Santísima Trinidad. Yo era uno y tres al mismo tiempo. Yo era un mortal que había corrido, competido y disfrutado. Y todo en un glorioso suspiro, o en un largo viaje de 42 kilómetros con la lengua fuera. Daba lo mismo.